Los que se van

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cada mañana lo primero que veía mi padre en la prensa eran los obituarios. Y señalaba fotos mal tomadas con rostros de individuos que tenían una historia en su memoria: que fuimos al cuartel juntos, que jugábamos pelota vasca, que era vecino, menor, hijo de tal y nieto de cual.

Nos estamos acabando, decía.

Nunca pensé pero he llegado. Allí, a ese momento, a pesar de que mis obituarios no están a mano y me entero de segundas y tarde que aquel se fue, esa se murió. Inevitable. Comenzar a sentir el cosquilleo de las ausencias, la certeza de que la tuya también ya asoma.

Y los que se van, no al panteón sino toman aviones que los fugan de tragedias reales o supuestas. Y los secuestrados, la peor de las faltas, la más horrible de las no presencias. Muerte, escape, plagio, instancias de lo que tememos todos, que al lado de uno vaya quedando yermo. La soledad entierra la nostalgia, hace de la poética dolor.

Días van en que tomo apuntes para unas “Notas de la tristeza”. Cosas que pasan, lejos y tan cerca. Voces que pesaron en un tiempo, que eran rutinarias y muy conocidas, que en la distancia se ahuecaron y reaparecen bajo el susurro del fin. Cuando un ser humano pone una pistola en la boca y aprieta el gatillo lo que hace es rebelión, ira ante la inminencia cruel y consuetudinaria de arrearse por el camino junto a otros y perecer de a montón. Como que la vida no vale, o poco o nada, que lo dicho y hecho forman parte de una narración en zozobra y sin importancia. Un gatillo expía al matador de su condición de mascota ¿de un ser superior? ¿de la nada? ¿de la angustia? De lo ridículo falsamente sacralizado.

Notas tristes, obituarios sin muertos en cuenta pero con la muerte como la mácula que lo cubre todo. Y si no la muerte, la ausencia, el hecho de que no estés aunque ayer cantarina tarareabas extrañas canciones haitianas.

Tú, la ventana, el cielo encapotado, humedad y llovizna. Da para pensar en César Vallejo, para escribir con sangre en las paredes. Caminas por un dormitorio y lo que estaba ayer encima de la mesa desapareció. Un presagio… multiplicación del pretérito llevado hasta el paroxismo y la locura. La ausencia como castigo de una persona a otra. Si hasta morirse va señalando a alguien, arrebatando del corazón una paz que se hunde cuando se inunda de culpa.

Mayo. Era abril. El año 17 no hasta hace mucho. La peor sátira es la de ponerle fechas a un rodillo de esperados resultados. Mejor nos iría sin saber cuándo fue; el cómo lo conocemos de sobra. Decir, hoy lunes de llovizna húmeda, que recuerdo, que retumban en el cerebro voces e imágenes negándose a desaparecer. La memoria es tierno rival ante el monstruoso devenir. He ahí lo peor, ser parte de un juego cuyo mango, o un cabo de él, suponemos asir cuando nada agarramos, que entre los dedos se escurre el aire, que ni permanecerás en mi recuerdo ni nada similar. Saturno devora a sus hijos. Vástagos lelos, tontos, esquizoides y desquiciados. Inútiles.

Los que se van, reza el encabezado. Los que se quedan será el siguiente. A la larga ni uno ni otro cuentan. Fichas de un vasto y burdo ajedrez retratado con maestría por Bergmann.

Hórrido bosque nórdico. El caballero y la muerte con traje de monje y cara redonda. Juego de fichas marcadas donde el elegido carece de posibilidad. Se nos mueren todos; se nos van. Y basta de acumular tanto recuerdo.

14/05/18
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), y en el blog del autor, Le Coq En Fer, 15/05/2018

Imagen: León Zernitsky

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